
Inspiró a pleno pulmón. El enfrentamiento había terminado y lo que sentía no era disgusto ni repulsión. Era tensión. Era vida. Pensó que aquel fuego en la boca del estómago era el mismo de Alejandro el Grande en Gaugamela, el de Escipión en Zama, el de César en Alesia. Alzó la espada ensangrentada al sol y aulló al cielo mientras sus hombres lo aclamaban en voz alta.